lunes, 31 de marzo de 2008

EL PERRO NEVADO 2 parte

Nevado compartió los azares y la gloria de aquella épica campaña de 1.813. Sus furibundos ladridos se mezclaban sobre los campos de batalla al redoble de los tambores y estruendo de las armas. Era un perro de continente fiero, semejante a un Terranova, pero singularmente hermoso, que se atraía las miradas de todos en las ciudades y villas por donde pasaban.
El siete de Agosto en la entrada triunfal a Caracas, Nevado, acezando de fatiga, seguía a su amo bajo los arcos de triunfo y las banderas que adornaban las calles de la gentil ciudad. Más de una flor perfumada, de las muchas que arrojaban de los balcones sobre la cabeza olímpica del Libertador, vino a quedar prendida en los níveos vellones del perro.
El hermoso Nevado era digno de aquellas flores.
Dice la historia que cuando Nerón vino al mundo se vieron en el cielo nubes de color de sangre y otras señales espantosas, lo mismo que al moverse contra Roma el formidable Atila. Tal así debieron verse en el cielo y en la tierra presagios siniestros cuando compadeció en el escenario de la guerra a muerte el terrible Boves. Humillada su vandálica fiereza en el combate de Mosquiteros por el intrépido Campoelías, vino a levantarse como un dragón infernal en la triste batalla de La Puerta, donde todo se perdió para la patria, menos la fe republicana y la perseverancia heroica de Bolívar, que logró salvarse de las garras de su feroz enemigo acompañado por algunos de sus bravos tenientes, tomando la vía de Caracas con el alma desolada ante aquel inmenso desastre.
Meses antes, sobre el campo de Carabobo, donde habían sido derrotadas por completo las armas realistas, Nevado estuvo al punto de ser lanceado al precipitarse sobre los caballos enemigos. El perro parecía perder el juicio a la vista del humo de la pólvora, del choque de las armas y las sangrientas escenas del combate.
Para prevenir este mal, Bolívar ordenó a Tinjacá que tuviese amarrado el perro en las acciones de armas, y esta orden, estrictamente obedecida, fue acaso su perdición en La Puerta, porque sus fuertes latidos, escuchados desde muy lejos orientaron a los perseguidores, y pronto descubrieron éstos a Tinjacá, que huía siguiendo los pasos de Bolívar, pero entorpecido por el perro que iba amarrado a la cola del caballo.

El perro y su guardián fueron presentados a Boves como una presa inestimable. Hasta las filas realistas había llegado la fama del noble animal. En los labios de Boves apareció una sonrisa siniestra, y con la refinada malicia que lo caracterizaba se dirigió al atribulado indio diciéndole:
--- Has cambiado de amo, pero no de oficio. Te necesito para que me cuides al perro, y por eso te perdono la vida. Yo sé que no te atreverías a huir, porque él sería el primero en descubrirte hasta en las entrañas de la tierra.
Boves acarició a Nevado, seducido por su tamaño y rarísima pinta, pensando desde luego aprovecharse de su finísimo olfato para descubrir algún día el paradero de Bolívar y sus más allegados tenientes, a quienes el perro no podría olvidar en mucho tiempo.
Nevado asistió cautivo al sitio de Valencia que Boves dirigía personalmente. Bolívar había ordenado a Escalona que defendiese la ciudad a todo trance; y Escalona y su puñado de héroes así lo hicieron, hasta que reducidos al escaso número de noventa soldados, sin pertrechos ni víveres y constreñidos por los clamores del vecindario se vieron en la dura necesidad de aceptar la capitulación propuesta por Boves, quien se adueñó de la plaza por este medio.
Pero antes, este sanguinario jefe realista hizo celebrar una misa en su campamento, y adelantándose hasta el altar en el momento solemnísimo de la elevación, juró en alta voz ante la Hostia consagrada que haría cumplir los artículos de la capitulación, los cuales garantizaban la vida y la hacienda al vecindario y guarnición de la ciudad heroica. Lo que después sucedió no habrá historiador que lo relate sin llamar la cólera del cielo sobre aquel insigne malvado.
Tinjacá y el perro fueron incorporados en la guardia personal del feroz caudillo, alojándose con él en la casa del Suizo, recinto lleno de familias patriotas, asiladas allí por temor de los ultrajes de la soldadesca desenfrenada.
Muchas damas patriotas, temerosas de provocar la ira del vencedor, asistieron, llenas de angustia y de sobresalto, al baile que la oficialidad realista organizó en la propia casa del Suizo, residencia de Boves, para obsequiar a éste por el triunfo de sus armas, y cuando este hombre infernal agasajaba con pérfidas sonrisas a matronas y señoritas allí reunidas; en los hogares de éstas, en las prisiones y en las calles corría despiadadamente la sangre de los patriotas.
Aquel sombrío personaje de la leyenda arábiga, el jefe de las Abasidas, que hizo sacrificar a más de ochenta individuos de la ilustre familia Omniades, prisioneros que descansaban en la fe de sus palabras, y que sobre sus cuerpos aún agonizantes hizo tender tapices y servir un banquete a los oficiales de su ejército; ese califa pérfido fue sin embargo menos cruel e inhumano que Boves en aquella Sanbartolomé valenciana. Este monstruo llevó su refinamiento hasta hacer que las madres, esposas e hijas de las víctimas danzasen entre música y flores en medio del esplendor de las bujías a la misma hora que, allá entre las sombras, se retorcían sus deudos más queridos, villanamente sacrificados a lanzazos por una turba de asesinos.
Antes que llegase a conocimiento de aquellas mártires la tremenda verdad de su infortunio y la inaudita perversidad de Boves, ya esto se sabía y se comentaba en los corredores de la casa, en los cuales reinaba un extraño movimiento. Entrada y salida de oficiales, órdenes secretas, sonrisas diabólicas en unos, caras de espanto en otros. Todo lo advirtió Tinjacá y tembló de pies a cabeza. ¡La hora de la matanza había llegado!
Los distinguidos patriotas Peña y Espejo, que estaban bailando, desaparecieron sin saberse cómo de manos de sus verdugos, cuando dentro de la misma sala uno de los oficiales tenía ocultas dentro de la misma chaqueta las cuerdas para amarrarlos. Al día siguiente, descubierto el doctor Espejo en su escondite, fue fusilado en la plaza pública.
El indio concibió al punto la idea de fugarse con el perro, su fiel e inseparable compañero, pero lo detuvo la consideración de que Nevado lo comprometería, porque a pesar de la mucha gente y gran animación que había en la casa, sería muy notable su salida acompañado del perro, el cual estaba encadenado en el exterior de la casa por orden expresa de Boves.
¿Qué hacer en esos momentos críticos? Empezaba a oírse en labios de la soldadesca los nombres de los patriotas asesinados aquella misma noche, y multitud de partidas armadas cruzaban descaradamente las calles en busca de víctimas. Tinjacá corrió al interior de la casa, y so pretexto de que iba a partir pan para darle al perro, pidió en la cocina un cuchillo de servicio. Seguidamente se dirigió al lugar donde estaba el perro, que se hallaba inquieto y gruñendo de cuando en cuando por el ruido inusitado que llegaba a sus oídos. Con suma rapidez se allegó a él, lo acarició con más extremos que nunca y disimuladamente le cortó el collar de cuero de donde prendía la cadena, dejándole unidos apenas por un hilo, de suerte que nevado con poco esfuerzo se viera libre; y repitiéndole sus extremadas caricias, hasta dejarlo sosegado, se alejó de alli, escurriéndose por entre la mucha gente que llenaba la casa.
Al verse en la calle, consultó la dirección del viento y se alejó de aquella mansión diabólica. Mas de una vez se detuvo y vaciló. El paso que daba podía costarle la vida. Tenía muy presentes las palabras de Boves cuando cayó prisionero en La Puerta. Huir solo era menos expuesto, pero no podía resignarse a dejar el perro, por el cual sentía un cariño entrañable, un cariño que rayaba en culto, a que se unía el orgullo de ser el único guardián, el único responsable de aquel animal que era para Bolívar una joya de gran valor. El pobre indio de los páramos veía en Nevado el talismán de su fortuna; a él le debía su posición al lado del Libertador, y el cariño sincero que éste le profesaba. Abandonarlo, era sacrificar su carrera, su porvenir, era sacrificarlo todo.
La música del baile aún llegaba vagamente a sus oídos. Era necesario detenerse un momento y esperar. Por fortuna la calle en aquel paraje estaba solitaria, a la inversa de los alrededores de la casa del Suizo, donde hervía el concurso de soldados y curiosos.
Cesó la música, y repentinamente en los grupos militares y otras personas que llenaban los corredores y pórticos de la casa se notó un movimiento simultáneo de sorpresa y terror.



--- ¡Se ha soltado el perro! Exclamaron muchas voces.


Continuara...

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