domingo, 12 de octubre de 2008

EL PERRO NEVADO 4 parte


El perro Nevado: Ultima parte.




Entre tanto, Tinjacá sonreía contento, los jefes y oficiales esperaban sorprendidos el desenlace de aquella inesperada escena: Bolívar, pálido de gozo, rasgaba la niebla con sus miradas de águila.
--- ¡El perro! ¡El perro!
Sobre el borde de un barranco próximo había aparecido Nevado, el mismo Nevado, más hermoso y altivo que nunca, batiendo al aire su abundante cola, que semejaba un plumaje blanco, muy blanco como copos de nieve. Momentos después, la cabeza del perro desaparecía bajo los pliegues de la capa del Libertador, que se inclinó en su caballo para recibirlo en sus brazos.
Si con el estado mayor hubiese ido la banda marcial, él mismo habría ordenado que en aquel mismo sitio, sobre una de las cumbres más elevadas de los Andes, resonasen clarines y tambores en alegres dianas por el hallazgo de su perro.
A partir de esa fecha, Nevado siguió a Bolívar por todas partes, ora jadeando detrás del caballo en las ciudades y campamentos, ora dentro de un cesto, cargado sobre una mula, a través de largas distancias y en marchas forzadas. Él estuvo echado junto a la Piedra Histórica de Santa Ana de Trujillo en la célebre entrevista de Bolívar con Morillo, provocando las miradas curiosas y la admiración de los oficiales españoles que conocían su historia; y en Santafé y durmió algunas siestas en la mansión de sus virreyes, sobre las ricas alfombras del palacio de San Carlos, en Bogotá.
Atravesando Bolívar con sus edecanes por un hato de los llanos, salieron de un caney una multitud de perros de todos los tamaños y se arrojaron sobre los caballos, ladrándoles con tanta algarabía y obstinación, que los oficiales iban ya a valerse de sus espadas para librarse de aquel tormento cuando le llegó el remedio, porque oyendo Nevado, que venía un poco adormilado dentro del cesto, los destemplados aullidos de aquella jauría, se botó al suelo de un salto, y a todo correr y dando descomunales ladridos arremetió de lleno contra la ruidosa tropa de podencos, los cuales huyeron al punto poseídos, de terror.
--- ¡Bravo, bravo! ¡Los has hecho muy bien Nevado! - Exclamaron los oficiales, agradecidos al potente animal que le quitaba de encima aquella insoportable molestia, a lo que agregó Bolívar, riéndose de la derrota de los galgos:
--- Esos pobres perros jamás habían visto un gigante de su especie.
El 24 de junio de 1821, en la célebre llanura de Carabobo, enardecido el perro en medio de la batalla se lanzó como una fiera sobre los caballos españoles, no obstante su edad de nueve años que empezaba a privarle de rapidez en la carrera y hacerle más fatigosas las marchas sorprendentes de su perínclito amo. En vano se le llamó repetidas veces. Ni él ni Tinjacá, que lo seguía, volvieron a presentarse a los ojos de Bolívar ni de su Estado Mayor.
Ya sonado en el glorioso campo las dianas de triunfo y solo se oían a los lejos las descargas de la fusilería que daba Valencey en su heroica retirada. Bolívar, vuelto en sí del frenético entusiasmo de la victoria, pregunta de nuevo por su perro, en momentos en que recorría el campo, cuando se presenta un Ayudante y le dice:
--- Tengo la pena de informar a S. E. que Tinjacá, el indio de su servicio, está gravemente herido.
--- ¿Y el perro? --- preguntó al punto.
--- El perro... --- dijo titubeando el Ayudante --- el perro también está herido.
Bolívar puso al galope su fogoso caballo de batalla en la dirección indicada.
Un cirujano hacía la primera cura al pobre indio, quien al divisar al Libertador, hizo un gran esfuerzo para incorporarse, diciendo con voz torpe y extenuada:
--- ¡Ah, mi general, nos han matado al perro!...
Bolívar miró en torno con la rapidez del rayo y descubrió allí mismo, a pocos pasos de Tinjacá, el cuerpo examine de su querido perro, atravesado de un lanzazo. El espeso vellón de su lomo blanco, muy blanco, como la nieve de los Andes, estaba tinto en sangre roja, muy roja, como las banderas y divisas que yacían humilladas en la inmortal llanura.
Contempló en silencio el tristísimo cuadro, inmóvil como una estatua, y torciendo de pronto las riendas de su caballo con un movimiento de doloroso despecho, se alejó velozmente de aquel sitio. En sus ojos de fuego había brillado una lágrima, una lágrima de pesar profundo.
El hermoso perro Nevado era digno de aquella lágrima.
TULIO FEBRES CORDERO
(Archivo de Historia y Variedades)